Josep Ramoneda
Llevo ya muchos años ejerciendo la crítica de la ideología nacionalista, debate recurrente hasta el aburrimiento en este país. El nacionalismo español y el nacionalismo catalán son distintos porque responden a mitos fundacionales, tradiciones culturales y modos diferentes de entender la vida en común. Pero la diferencia verdaderamente sustancial es que uno tiene un Estado y el otro, no.
Un nacionalismo sin Estado se siente siempre en falta, por eso tiene necesidad de gesticular mucho para ganar reconocimiento. Un nacionalismo con Estado dispone del poder de imponerse —y el español, a lo largo de la historia, se ha impuesto más a menudo por lo militar que por lo civil— y puede permitirse el lujo de negar su propia existencia, como hace recurrentemente la crítica española al nacionalismo catalán. Este existe, el suyo, no. Se acusa al nacionalismo catalán de educar a los ciudadanos en los mitos y valores de su tradición y, en cambio, no tiene nada de nacionalista que el ministro Wert proclame que va a “españolizar a los catalanes”. O sea, catalanizar a los catalanes es nacionalismo reprobable y españolizarlos, no.
El debate nacionalista conduce inevitablemente a las más ridículas arbitrariedades. Defender la soberanía del pueblo catalán es nacionalismo, defender la soberanía del pueblo español no, como si la patria única e indivisible que define la Constitución fuera una verdad de la naturaleza del mismo orden que la fuerza de la gravedad. Con lo cual no parece tan extravagante que el nacionalismo catalán pida un estado precisamente para ser reconocido como normal. Es decir, para que los demás estados nacionales le consideren de la familia. Y lo que ahora le critican, se convierta en lo más natural del mundo. Solo si eres Estado te tomaron en serio.
El discurso contra el nacionalismo es la muleta de los discursos de trazo grueso contra el proceso catalán. Durante muchos años el nacionalismo en Cataluña fue bandera partidista, de una minoría mayoritaria que construía su hegemonía sobre la dinámica del nosotros y los otros. La crítica del nacionalismo se ceba todavía sobre algo que es pasado. Y sigue centrando sus iras en Mas y en CiU. Pero la situación ha variado. Por un lado ha habido una laicización de la independencia (muchos ciudadanos quieren el poder de un Estado, no las fantasías de una nación) y una socialización del nacionalismo, en la medida en que se piensa en Estado el nacionalismo ya no es patrimonio de nadie. Por eso, los nacionalismos con Estado niegan que lo son. Es esta evolución la que debería llamar la atención, porque es indicativa del cambio de pantalla que han hecho muchos catalanes. Y hace que la munición antinacionalista encuentre poco eco.
En la cruzada ideológica contra el soberanismo es recurrente señalarlo como discurso del pasado. Va contra el futuro del mundo y de Europa, dice Rajoy, es “desandar la historia”, sentencia Vargas Llosa. Y, sin embargo, uno y otro afirman solemnemente la soberanía del pueblo español. Díganlo sin eufemismos: el soberanismo es bueno si sirve para defender el status quo; es retrógrado si pretende cambiarlo. ¿Qué sabemos del sentido de la historia, si es que a estas alturas todavía hay quien cree que la historia tiene sentido? El voto escocés es elocuente: la unidad británica la han salvado los mayores de 65 años, los jóvenes votaron masivamente por el sí. No sé quién está con la historia. Pero por mucho que la melancolía nos induzca a los mayores a pensar que nuestros hijos errarán sin nosotros, el futuro les pertenece. Y son ellos los que decidirán.
El recurso al nacionalismo como tópico exclusivo de la crítica al proceso soberanista se completa con el discurso de la manipulación y del adoctrinamiento de los ciudadanos. ¿Es que no es adoctrinamiento la escuela del nacional catolicismo emprendedor de Wert? ¿Es que no es adoctrinamiento la restauración conservadora del PP? ¿Cómo se quiere seducir políticamente a unos ciudadanos a los que se desprecia presentándolos sistemáticamente como borregos? Toda gran movilización de masas es kitsch. No es precisamente la sutileza estética lo que las caracteriza. Pero la política democrática requiere de espacios compartidos y de territorios en común. El equilibrio entre la autonomía del individuo y la multitud siempre es complicado, pero nadie ha conquistado un solo derecho por sí solo.
En Escocia se ha visto la virtualidad clarificadora del voto. Y aquí seguimos con constantes apelaciones genéricas al diálogo que de tanto repetirlas ya da vergüenza ajena. Rajoy tuvo una petición del Parlamento catalán y el Parlamento español la rechazó frontalmente sin querer ni entrar a hablar. El presidente ha rechazado la consulta y promulgado su inconstitucionalidad antes de que los documentos pertinentes fueran aprobados, en flagrante presión sobre el Tribunal Constitucional que, una vez más, se ve en el papel subalterno de resolver las querellas que los políticos son incapaces de dirimir. ¿Sin el reconocimiento del otro y los protocolos de comunicación básicos de que quieren hablar? Jugar la carta del repertorio de imprecaciones entre nacionalismos, de las bizantinas discusiones sobre la superioridad moral de unos y otros, y de las ridículas disquisiciones sobre quién representa el sentido de la historia y quién es el regreso al pasado, esconde un propósito muy simple: sustituir la política por el imperio de la ley. ¿Es este el sentido de la historia que algunos reclaman?
(Publicat a El País, ed. Barcelona, 23 de setembre 2014)