En estos dos últimos años ha habido un número enorme de artículos e intervenciones sobre la cuestión del referéndum. Los argumentos han ido evolucionando a lo largo del tiempo, más o menos siguiendo esta secuencia:
Primeramente, se señaló que la secesión resulta imposible desde un punto de vista constitucional, por lo que el asunto no merece ni ser planteado.
A continuación, se insistió mucho en que la independencia de Cataluña dejaría a este nuevo Estado fuera de la Unión Europea, lo cual acarrearía toda suerte de desgracias económicas a los catalanes (y, en menor medida, al resto de españoles).
También se adujo que el independentismo es una especia de locura transitoria inducida por unas élites políticas irresponsables. En la medida en que la población está manipulada, no debería hacerse caso a la demanda de un referéndum. Este argumento se llevó aún más lejos, defendiéndose la tesis de que en estos momentos no se dan en Cataluña las condiciones democráticas mínimas que permitirían un debate público libre y abierto sobre la independencia: aquí entra la “espiral del silencio”, la hegemonía mediática de los nacionalistas, y otros elementos similares.
Aunque a última hora se está utilizando profusamente el escándalo de los Pujol para desacreditar las demandas de referéndum e independencia, creo que el argumento más frecuentado en estos últimos tiempos ha sido el de la fractura social. Según el mismo, un referéndum genera un problema artificial, una elección entre dos opciones extremas, cuando la mayoría de la gente, según las encuestas, prefiere opciones intermedias (para entendernos, federales). Así, con el referéndum, los catalanes se verían obligados a elegir entre ser catalanes o españoles cuando la mayor parte de ellos compatibiliza, en diverso grado, su doble identidad catalana-española. El referéndum, por tanto, provocaría una fractura entre catalanes, que quedarían divididos en dos bandos irreconciliables. Lo más traumático de todo es que, en caso de que ganara el “sí”, aquellos que se oponen quedarían privados de la ciudadanía española y pasarían a ser extranjeros en su propia tierra.
De todos los argumentos mencionados hasta ahora, no hay duda de que este último es el más serio y el que merece mayor atención. No resulta chocante que sea justamente este argumento el que hayan defendido las voces más templadas y razonables entre aquellos que se oponen al referéndum.
Pues bien, creo que el argumento de la fractura social es incorrecto por tres motivos que a continuación expongo.
En primer lugar, no parece que el riesgo de fractura preocupe o alarme excesivamente a los propios catalanes: todas las encuestas, las haga quien las haga, revelan un apoyo popular muy amplio al referéndum, por encima del 70%. Si les pareciera traumático a los catalanes tener que tomar postura a favor o en contra de la independencia, no habría una demanda tan extendida en pro del referéndum. Hay, pues, algo de paternalismo o condescendencia entre aquellos analistas que se oponen al referéndum porque provocaría divisiones sociales: estos analistas parecen suponer que los catalanes no son conscientes del peligro que entraña una consulta. A veces, para cargar las tintas, se trae a colación la guerra civil española, o la desintegración violenta de Yugoslavia, como recordatorio de hasta dónde puede llegar la fractura social, pero este tipo de comparaciones no tienen base empírica alguna (la probabilidad de un enfrentamiento civil violento en un territorio con la renta per cápita de Cataluña es próxima a cero, según indican todos los estudios comparados sobre guerras civiles y conflictos étnicos).
En segundo lugar, debe recordarse que el referéndum que se plantea no es sobre la identidad nacional de la gente, sino sobre la forma de Estado. Este es un error de planteamiento muy extendido: en un referéndum la gente no tiene que decidir sobre sus sentimientos, si se siente catalana o española; lo que está en juego más bien es si los catalanes prefieren vivir en España, en el Estado español, o en un nuevo Estado catalán. Por descontado, la identidad nacional de cada uno afectará a la opción que elija, pero, insisto, las opciones no giran en torno a la identidad, sino en torno al Estado. De la misma manera que, en estos momentos, dentro de la Cataluña española hay gente que se siente más catalana que española y gente que se siente sólo catalana, sin que ello suponga una merma de sus derechos fundamentales, en un eventual Estado catalán podría haber gente que se sintiera más española que catalana o solo española. Pensar que solo la segunda situación (gente que se siente solo española o más española que catalana viviendo en una Cataluña independiente) produce una injusticia o un perjuicio, no así la primera (gente que se siente solo catalana o más catalana que española viviendo en España), es simplemente otorgar un peso arbitrario al statu quo. Si no damos un peso especial al statu quo, entonces lo que debe dilucidarse es qué prefiere la gente mayoritariamente, si ser ciudadanos del Estado español o ser ciudadanos de un Estado catalán. En cada uno de los dos Estados puede haber identidades múltiples y heterogéneas. No hay razón para sostener que en una región española puede haber identidades múltiples y variadas y que esto mismo no pueda ocurrir en un Estado catalán.
En tercer lugar, es importante subrayar que la opción intermedia está al alcance del Estado español. Si las fuerzas políticas españolas desean mantener a Cataluña dentro de España, siempre pueden emprender una reforma constitucional que haga más atractiva para muchos catalanes la permanencia de Cataluña en España, de manera que el apoyo a la independencia pierda peso y se desactive la demanda del referéndum. El referéndum, por lo demás, debería plantear una opción clara y bien definida: o Cataluña permanece en España o Cataluña se constituye como nuevo Estado independiente. Evidentemente, la respuesta de los ciudadanos catalanes a este dilema dependerá de si el Estado lleva a cabo cambios institucionales en la dirección federal o confederal.
Como firme partidario de la permanencia de Cataluña en España, no puedo más que lamentar que hasta el momento el PP se haya negado a abordar la cuestión y que el PSOE se oponga a la celebración de un referéndum. Lo que han hecho estos dos partidos es reforzar la opción secesionista, pues muchos ciudadanos catalanes se han convencido de que no hay margen para dialogar y negociar con el Estado. Por descontado, hay diferencias importantes entre los dos partidos, pues al menos el PSOE ha entendido la necesidad de acometer una reforma federal de nuestro sistema político. Con todo, el PSOE se niega a que los catalanes puedan ser consultados sobre la opción independentista.
La crisis catalana podría resolverse si las partes dejan de lado los malos argumentos y el dogmatismo (ya sea constitucionalista o nacionalista), emprendiendo una negociación constitucional, al término de la cual podría plantearse la celebración del referéndum de independencia. Si en esa negociación se llega a un acuerdo satisfactorio, bajará la presión a favor de la convocatoria del referéndum y, en todo caso, si este llega a tener lugar, es probable que el independentismo pierda buena parte de la fuerza con la que cuenta en la actualidad. Ojalá me equivoque, pero parece que el Gobierno de Rajoy no quiere entender este planteamiento.