Suso de Toro
España ya está rota, nadie se engañe. A estas alturas, quien desee realmente que exista debe aceptar que ya no es momento de amenazar, sino de idear y construir puentes; no es tiempo para guerreros, sino para ingenieros. Esa fractura es tan evidente que la escriben con titulares los observadores desde otros países, pero aquí simplemente se niega su existencia: “Aún no pasó nada y no va a pasar”. Pero ya pasó.
Cuando la mayor parte de una sociedad que se define a sí misma como un país propio no acepta la situación vigente dentro del Estado y quiere decidir su futuro, y cuando el Estado, la mayoría del Parlamento y el Gobierno le niegan ese ejercicio democrático, sólo quien no crea en la democracia puede decir que no hay una división profunda. Sólo puede negar esa evidencia quien cree que un Estado se puede construir por el sometimiento de los ciudadanos a la fuerza. Y eso no es posible dentro de la Unión Europea.
Como esa evidencia no es aceptada por los poderes que ocupan el Estado, continúa cada día la misma dialéctica en la política y los medios de comunicación, que son la misma cosa. Hay que tomar muy en consideración la afirmación de Rajoy de que unos y otros “somos los mismos”. Probablemente tiene razón refiriéndose a las actuales políticas económicas europeas y a la alianza entre la democracia cristiana y la socialdemocracia alemana. Y probablemente también se refiere al entendimiento político entre las grandes empresas, PP y PSOE, un acuerdo tanto sobre la monarquía como sobre los límites de la soberanía de Catalunya. Conjurados alrededor de la Constitución vigente, para negar un nuevo proceso constituyente, y con toda la artillería pesada del sistema de medios de comunicación español, parte fundamental de ese entendimiento. En las facultades de periodismo alguien estudiará algún día, si no es ahora, cómo la prensa española comenzó a llamar “banda” por indicación del Ministerio del Interior, como si fuese una cuadrilla, a una organización terrorista como ETA; con lo mismo, estudiarán la serie de calificativos al proceso político catalán: “órdago separatista”, “desafío independentista”…
Naturalmente en ello juegan un papel importante los intelectuales ofreciendo sus puntos de vista. Hay que partir de que los intelectuales existen pues, sin remontarse a Atenas y a Platón con sus reflexiones ni a los análisis de Marx sobre la división social del trabajo, en una sociedad compleja como la nuestra es evidente que hay personas que por su profesión se dedican por diversos caminos al análisis social. Y, aunque podamos discutir si sus juicios son más juiciosos y útiles a la sociedad, como existen es lógico plantearse cómo ejercen su función. Porque ya que, a través de los medios, se les facilita ejercer cierto poder también tienen cierto peligro.
Las cabeceras de prensa madrileña ofrecen de forma unánime cada día una dieta rigurosa de denuestos a los catalanes que tiene sus matices de un periódico a otro. El País, y es el que admite más matices, está ofreciendo cada día una tribuna muy crítica con el deseo de independencia de una parte de los catalanes y con el deseo de votar para decidir su futuro de la gran mayoría. Una de hace unos días de un profesor de Derecho Constitucional, Francesc de Carreras, daba el tono en que se pueden escribir acerca de esas cosas. A lo largo del texto se hacen juicios de valor sobre las intenciones de “las fuerzas nacionalistas” (se refiere únicamente a las catalanas, no a las españolas) y la Generalitat. No hay por qué dudar de la sinceridad de De Carreras, imaginamos que sus sospechas nacen de sus propias experiencias personales, pero si aceptásemos su visión de la sociedad catalana nos hallaríamos frente a un pueblo de idiotas manipulado por taimados canallas. Desde luego, a un país tan mezquino y estúpido lo mejor sería decirle “es verdad, no os queremos. Largaos de una vez”.
Comienza calificando lo que vive la sociedad catalana de “enfermedad”, “se suponía que Cataluña sufría un simple estado febril (…), el alcance de la enfermedad es bastante más grave porque su causa no está en una estratagema táctica de los dirigentes nacionalistas, sino en el resultado de una labor callada, desarrollada desde hace muchos años en el seno de la misma sociedad catalana”. Entiendo que atribuye la causa de esa “enfermedad” social a una conspiración y en adelante la tribuna se dedica a dibujar ese plan: “Digo que este proceso ha sido inteligente porque, a pesar de haberse llevado a cabo de forma premeditada y perseverante, una buena parte de los catalanes no se han dado cuenta de la manipulación, sigilosa y astuta a la que han estado sometidos. En efecto, desde el primer momento, las fuerzas nacionalistas han ido presionando para conseguir la hegemonía política, social y cultural dentro de la sociedad catalana las fuerzas nacionalistas han conseguido el apoyo activo y pasivo de los partidos de izquierda, tanto el PSC como ICV-IU, así como de los sindicatos CCOO y UGT, las patronales y otros muchos sectores de la llamada sociedad civil, desde las asociaciones de maestros y de padres en las escuelas hasta los clubes y federaciones deportivas”.
Somos libres de creer una interpretación así, pero de lo que afirma se deduce que caso de existir una conspiración de ella participa casi toda la sociedad catalana. El mismo relato niega la trama de unos pocos taimados, y confirma lo que dicen todas las encuestas, que la sociedad catalana está muy decidida a decidir. El autor da a continuación una explicación a esa “inapreciable colaboración” de todas esas organizaciones y personas, está “generosamente subvencionada por la Generalitat”.
A continuación detalla las líneas estratégicas del proceso y detalla los instrumentos de los conspiradores: “Desde la Generalitat, a través de sus instrumentos de agitación y propaganda. La Generalitat ha ejercido un estrecho control sobre la sociedad civil a través, primero, de su influencia en las asociaciones y fundaciones, colegios profesionales y centros de enseñanza; y, segundo, por la supeditación de los medios de comunicación públicos y el predominio sobre muchos privados”. Para el autor todo ello fue el “caldo de cultivo” de “la enfermedad”.
Creo que se le pueden hacer muchas objeciones a una tesis así, la primera es que aceptarla implica subestimar casi hasta el racismo a la población catalana. La segunda, que lo que él atribuye a “las fuerzas nacionalistas” es lo que pretende cualquier fuerza política con ideología, sea de derechas o de izquierdas, españolista o catalanista: que su ideología sea hegemónica en la sociedad y conservar el Estado existente tal como está o bien crear uno nuevo. Y es legítimo siempre que sus objetivos sean democráticos y se efectúe por medios democráticos, por la libre voluntad de la población. Lo contrario, creer que las fuerzas nacionalistas catalanas son malas y las nacionalistas españolas son las buenas es simplemente una estigmatización a priori que beneficia a una de las partes. Y, tercera, acerca de las relaciones entre el poder político y los medios de comunicación: no dudo de que existan esas coyundas reprobables y nefastas para la libertad de opinión, pero a mí me parece que describe con más precisión lo que ocurre en Madrid que lo que ocurre en Catalunya, donde la gente se mueve y escoge entre los medios de comunicación de aquí y los de allí.
La ideología de De Carreras y su interpretación de las cosas son tan legítimas como muchas otras, pero me parece evidente una implicación personal tal que produce visiones completamente deformadas de un debate democrático y de una sociedad. Y visiones tan subjetivas y subjetivizadas sobre Catalunya son comunicadas asiduamente en los medios que nos llegan.
Creo que los intelectuales deberían ofrecer mucho más que eso a la sociedad, pero no acabo de ver que en un momento tan delicado se oigan o se lean voces que enfríen, analicen con objetividad, serenen y ofrezcan puntos de encuentro. Supongo que en el futuro alguien se preguntará dónde estaban los intelectuales españoles.
(eldiario.es, 7 de maig 2014)