Manuel Castells
Hubiera podido ser de otra manera. Si el Estatut de Maragall aprobado en el 2006 por el Parlament de Catalunya, refrendado por los ciudadanos catalanes y confirmado por el Congreso (aunque “cepillado”), hubiese entrado en vigor. Pero el recurso del PP ante un Tribunal Constitucional conservador descarriló el proceso institucional del autogobierno de Catalunya. Incluso después de la sentencia adversa en abril del 2012, hubo un resquicio en la propia sentencia que instaba a negociar políticamente. Pero ni siquiera la extraordinaria manifestación popular de la Diada del 2012 pudo alterar el centralismo de Rajoy con su rechazo al pacto fiscal propuesto por Artur Mas. Mientras que el PSOE siguió invocando una improbable reforma de la Constitución. Y así fue como se fue gestando, por agravio y humillación, un amplio movimiento social independentista que desbordó el tibio nacionalismo de CiU hasta soñar con un nuevo país que superara las miserias de la crisis económica y política en España. Como analizó Marina Subirats, ante la esperanza que en el resto de España representaron el 15-M y otros movimientos sociales, en Catalunya fue el independentismo, ampliamente mayoritario entre los jóvenes, el que alumbró la llama de otra vida posible, por utópico que fuera ese proyecto. Por eso el protagonismo del proceso no fue de los partidos, sino de expresiones de la sociedad civil, como la Assemblea Nacional de Catalunya o el Òmnium Cultural. La legitimidad social vino a ser representada por la Associació de Municipis per a la Independència y por los 800 alcaldes que en octubre del 2014 aprobaron una declaración de soberanía, siguiendo la estela del municipio de Sant Pere de Torelló, que declaró el pueblo territorio catalán libre. Y sobre todo las Diades de los años 2012, 2013, 2014, 2015 y 2016, donde cientos de miles de personas se juntaron, en un ambiente festivo y familiar, trascendiendo pertenencias políticas y afirmando su derecho a decidir. A decidir su país como condición para decidir sus vidas. Es este carácter profundo de movimiento social del independentismo catalán lo que no entiende la clase política española. Mas se apuntó oportunistamente al movimiento para incrementar su voto. Y fracasó. El sentimiento de agravio con respecto al Estado español, a sus fallidas promesas (Rodríguez Zapatero) y a su insultante arrogancia (Rajoy) motivó que el apoyo a la independencia pasara del 33% hace una década a un 50% (más o menos) en la actualidad. Pero es el proyecto de otro país, particularmente vivo entre los sectores más jóvenes y dinámicos de la población, el que alimenta ese sentimiento de ahora o nunca que se respira en el independentismo. Tal vez por eso el intento razonable de Pedro Sánchez para emprender una verdadera negociación, empezando por el reconocimiento de Catalunya como nación cultural, probablemente llega tarde. Aunque será una vía de salida necesaria tras la tormenta. Porque ahora lo que se avecina es la tormenta.
Los puentes están definitivamente rotos entre el Gobierno español y las instituciones representativas de Catalunya (Generalitat, Parlament, municipios, ANC y otras asociaciones de la sociedad civil). Y sobre todo está rota la confianza entre la gran mayoría de la población de Catalunya (que apoya el derecho a decidir en casi un 80%, aunque sea para decir no a la independencia) y un Estado español que ahora evidencia las secuelas de una transición incompleta, con episodios como el de la clandestina operación Catalunya y similares.
Pero todo esto son sólo prolegómenos. Lo esencial será bloquear jurídica y materialmente la realización del referéndum con el poder del Estado. No habrá otro 9-N. Rajoy se la juega: hay que aplastar al independentismo. No es probable que apliquen el artículo 155 de la Constitución, y aún menos el artículo 8 o el 116. Tal vez para actuar policialmente intervengan a los Mossos para no tener que recurrir a la Guardia Civil, aunque esto no se pueda descartar. ¿Ahí se acaba todo? No. Probablemente ahí empiece la tormenta, porque donde hay represión hay resistencia: es una ley histórica. La respuesta del soberanismo será la proclamación unilateral de independencia por el Parlament, aunque se tenga que reunir en Montserrat.
Y si hay una escalada de la represión, ya se habla en el movimiento independentista de la desobediencia civil pacífica. Manifestaciones, sentadas en los espacios públicos y ocupaciones de edificios, cortes continuos de carreteras en todo el territorio y, sobre todo, huelga general indefinida hasta forzar la negociación. El Estado tiene múltiples instrumentos de coerción, pero el independentismo también prepara una amplia gama de formas de resistencia.
Para ambos es patria o muerte, esperando que sólo sea una metáfora.
(La Vanguardia, 8 d’agost 2017)