¿Cataluña? ¿España? Por un proceso constituyente para un cambio de régimen

Joaquim Sempere

1. La animosidad o animadversión entre Cataluña y España es un fenómeno antiguo, viejo no de años ni decenios, sino de siglos. Antes de la guerra civil de 1936-1939 este secular desencuentro hizo exclamar a Ortega y Gasset que la única relación posible era la “conllevancia”. La derecha ha explotado este desencuentro con gran eficacia como elemento de cohesión social de la población española fuera de Cataluña. La guerra civil se justificó, entre otras motivaciones, como un remedio al “separatismo” catalán y vasco en defensa de la unidad de España. La izquierda española ha participado ampliamente de este sentimiento, con cierta incomodidad pero no por ello con menos pasión. En general, puede decirse que la catalanofobia de la izquierda española quedaba moderada o frenada por la inclinación democrática (que la derecha española no ha tenido, salvo raras excepciones) y, en el caso de los comunistas, por la formación leninista en materia de nacionalidades. Un fenómeno tan antiguo no se resuelve fácilmente.

 

2. La conquista de las libertades políticas tras la muerte de Franco supuso un gran paso adelante en los derechos nacionales de Cataluña con el restablecimiento de la Generalitat (hecho atípico: fue la única institución republicana recuperada) y la aprobación del estatuto de autonomía, como parte del nuevo orden constitucional. Un parlamento democrático y un gobierno propios, la (co)oficialidad del catalán, la prioridad del catalán en la escuela y en los medios públicos de comunicación, abrían una etapa nueva, una continuación mejorada del estatuto de autonomía republicano de 1932. Durante los primeros años la opinión sensible a la cuestión vivió una etapa de satisfacción ante estas novedades, pese a las limitaciones de la nueva ordenación institucional. La Constitución española de 1978 –que en este punto recogió al pie de la letra la imposición de los militares— declara “indisoluble” la unidad de España encomendando al ejército la garantía de la misma, excluyendo, por tanto, el derecho de autodeterminación de las comunidades autónomas y toda veleidad independentista. La autonomía catalana se diluía en una estructura de 17 autonomías (el “café para todos”) como expediente para hacer aceptable en el resto de España la autonomía de Cataluña, lo cual reforzaba la negación constitucional de todo carácter nacional –y potencialmente soberano— de la sociedad catalana: para la Constitución el único sujeto de soberanía es el “pueblo español” indiviso.

 

3. Pese a estas limitaciones, nunca desde 1714 Cataluña había gozado de tanta capacidad de autogobierno. Los demócratas españoles, que habían aceptado y a veces activamente defendido las aspiraciones colectivas de Cataluña, consideraron que “el problema catalán” ya estaba definitivamente resuelto. Por esto cuando surgieron nuevas reivindicaciones al respecto su reacción espontánea fue decirse: “Pero, ¿qué más quieren?”. La simpatía –históricamente anómala— que la democracia española sintió durante los años finales de la dictadura e iniciales del régimen de libertades (recordemos que Raimon era entusiásticamente aplaudido al cantar cantos de libertad en catalán en un campus universitario madrileño, poco antes de la muerte del dictador), esa simpatía se disipó en pocos años. El desencuentro tradicional se instaló de nuevo entre Cataluña y España. La izquierda no hizo nada para remediarlo, ni siquiera para discutirlo. En esos años la formación de Izquierda Unida como proyecto neocomunista se salda con la ruptura de la formación catalana homóloga, que toma incluso un nombre distinto, Iniciativa per Catalunya (no sólo para diferenciarse desde el punto de vista nacional, sino también para señalar un giro hacia la derecha). La disidencia que en Cataluña funda Esquerra Unida i Alternativa, para recuperar el vínculo con IU, queda en minoría.

 

4. El “Estado de las Autonomías”, de las 17 autonomías, reveló pronto su artificialidad, multiplicando la burocracia y una clase política superflua e hipertrofiada, con sus efectos de neocaciquismo. Contribuyó pronto a exacerbar las querellas distributivas entre Comunidades Autónomas. Un aspecto positivo de la nueva estructura territorial fue la creación de mecanismos de compensación entre territorios más ricos y más pobres. Pero incluso lo positivo de la solución se torció. Por un lado, nacía con una anomalía: el País Vasco y Navarra –con su “concierto”— quedaban fuera del régimen común, gozaban del privilegio de su propia agencia tributaria y quedaban fuera del esquema de la solidaridad entre regiones. Por otro lado, las regiones más ricas (es decir, con mayor PIB regional por habitante) quedaban sometidas a una presión transferencial muy fuerte. Las regiones más ricas eran Baleares, Madrid, Cataluña y Valencia. En Cataluña esto se podía interpretarse –y se interpretó— en clave nacional. Empezó a circular la frase “Madrid nos roba” y a hablarse de “expolio”. Esto no estaba justificado, porque el problema era semejante en las cuatro comunidades más ricas arriba citadas. Pero quien aireó el problema fue una vez más Cataluña, y luego se le sumaron las demás comunidades. La respuesta “centralista” era previsible: “Cataluña es insolidaria” (con el frecuente añadido del estereotipo sobre el catalán codicioso y pesetero).

 

5. En los años 90 la ciudadanía catalana de a pie empezó a manifestar malestar por síntomas de lo que se podía interpretar, efectivamente, como un expolio y como un trato discriminatorio. En Cataluña hay muchísimas más autopistas de peaje que en el resto de España. Los trenes de cercanías del área metropolitana de Barcelona estuvieron durante años sufriendo constantes averías por falta de inversiones. La dotación por alumno en las escuelas y universidades públicas de Cataluña era menor que la de otras comunidades autónomas. La lista se podría prolongar. Cuando ganaron las elecciones autonómicas catalanas las izquierdas y formaron el primer gobierno tripartito presidido por Pasqual Maragall, el estado de ánimo de la calle estaba maduro para que se planteara una revisión del estatuto vigente desde 1980 y para revisar los flujos solidarios entre comunidades. Curiosamente se puso de manifiesto que los gobiernos pujolistas se habían mostrado muy dispuestos a aceptar unos balances muy desfavorables para las arcas catalanas; y fueron gobiernos de izquierdas los que reclamaron insistentemente claridad sobre las “balanzas fiscales” interterritoriales, que nadie en los sucesivos gobiernos españoles, tanto del PSOE como del PP, parecía querer desvelar. El resultado de esa insistencia fue aceptar que el nivel de transferencias a las comunidades más pobres había sido exagerado, del orden del 7% u 8% del PIB regional de las regiones más ricas, mientras que lo habitual en estados federales (como Canadá o Alemania) era del 4% aproximadamente. El interminable debate sobre las balanzas fiscales –que alimentó tanto en Cataluña como en el resto de España los recelos mutuos— acabó con un acuerdo con el gobierno Rodríguez Zapatero para equilibrar las transferencias y evitar un cambio de la ordinalidad entre comunidades en sus ingresos por habitante. Se entiende por cambio de ordinalidad que unas comunidades que antes de las transferencias eran las primeras en renta disponible por habitante pasaran a puestos más bajos en la ordenación una vez efectuadas esas transferencias. Pero el acuerdo con el gobierno socialista quedó frustrado cuando el gobierno Rajoy que ganó las elecciones de noviembre de 2011 invocó la crisis de la deuda para no transferir a Cataluña la cuantía resultante de las nuevas normas distributivas pactadas.

 

6. El hecho de que no se haya acordado un procedimiento más o menos automático de transferencias tiene un efecto distorsionador muy grande en el clima social. Este hecho hace que las transferencias estén sujetas a la discrecionalidad del gobierno de turno y convierte el reparto de recursos en una ocasión de discusión y regateo entre gobierno central y gobiernos autonómicos. Cuando a esto se añade la diferencia nacional, como en el caso de Cataluña, el debate interminable está servido, y contribuye a enrarecer aun más el clima de convivencia, y no sólo entre gobiernos sino también en el seno de la ciudadanía.

 

7. Fuera de Cataluña se suele interpretar el malestar catalán como algo meramente económico. Y hay mucho más: una sensación de ser ignorados, ninguneados y despreciados por una parte nada insignificante de los opinadores del resto de España, y de ser objeto de falta de respeto por las instituciones del Estado español y de otras comunidades. Los numerosos conflictos con el Tribunal Constitucional han sido cruciales, en particular la sentencia (como resultado de un recurso interpuesto por el PP, avalado por una recogida masiva de firmas de la ciudadanía) contra varios puntos substanciales del Estatuto promovido por el gobierno Maragall. La suma de los agravios económicos con estos agravios políticos y morales ha desembocado en un clima de animadversión contra “España” que ha alcanzado niveles nunca vistos. En las encuestas la simpatía por el independentismo, que normalmente oscilaba en torno al 15% de los encuestados, ha superado el 50% últimamente. Esto no puede achacarse a la propaganda política. Fenómenos como la Assemblea Nacional Catalana, promotora de las manifestaciones del 11 de septiembre de 2012 y 2013, no se explican sin una amplia difusión de malestar, incluso entre castellanoparlantes.

 

8. ¿Qué responsabilidades se pueden atribuir a las izquierdas españolas y catalanas en todo este proceso? Las izquierdas españolas nunca han aceptado –salvo franjas minoritarias— el derecho de las “comunidades políticas” a autodeterminarse, a decidir sobre su vinculación a otras comunidades. Por eso las izquierdas españolas han interpretado siempre las aspiraciones “nacionales” catalanas como un vicio burgués, como una maniobra de la burguesía catalana para lograr la hegemonía sobre el conjunto de la sociedad catalana: para “llevar al huerto” a los trabajadores. Y por eso han entendido la asunción de las izquierdas catalanas de las aspiraciones nacionales como un error o desviación, cuando no una traición a la lucha de clases. Por su parte, las izquierdas catalanas, cuando han asumido esas aspiraciones lo han hecho con una cierta incomodidad. Y no sin razón, porque es cierto que el nacionalismo ha sido muchas veces ese instrumento de las clases dominantes para desdibujar las líneas divisorias de la lucha social. Pero esto no quita que naciones, haberlas haylas. Y no son eternas: Cataluña podía haber desaparecido como comunidad nacional del Estado español como ocurrió en la Cataluña francesa (cuya identidad colectiva “nacional” quedó sumergida por un ideal colectivo más potente y atractivo: la revolución de 1789 y la ulterior historia republicana de Francia); pero su pertenencia a España no sólo no le dio ninguna ventaja, sino que además la sujetó a una dinámica retrógrada. El desafecto de Cataluña es también un fruto del fracaso histórico de España para construir una nación (o, si se quiere, una “nación de naciones”) moderna, democrática y atractiva.

 

9. Una carencia de la izquierda catalana –al menos de la que ha sido y es sensible a las aspiraciones catalanistas— ha sido no haber hecho ningún intento serio de explicar a la izquierda española esta visión de la historia, ni la estimación de que el pluralismo nacional, cultural y lingüístico de España es una riqueza y no una debilidad, etc. En consecuencia, no se ha podido construir ningún proyecto viable y atractivo para todos los pueblos de España. Esto supone una desgracia, porque finalmente la lucha de las izquierdas es una lucha internacional por la justicia, que requiere la unidad y la hermandad de todos los pueblos, pertenezcan o no a un mismo Estado. La hipotética independencia de Cataluña respecto de España no eliminaría este ideal de fraternidad. El independentismo catalán no acabaría con el deber sagrado de solidaridad entre todos los trabajadores, también por encima de las fronteras, de modo que no deben confundirse las cosas. Lo que debe entenderse es que la clase social no es el único terreno de agregación y cohesión social: la nación también lo es. Y merece respeto. En un Estado plurinacional como el español esto debería ser hoy una evidencia y un punto de partida para todos los defensores de la justicia, la democracia y el progreso social.

 

10. Un gran error de los demócratas españoles ha sido no comprender (o no ser capaz de afrontar) que la catalanofobia es y ha sido desde hace más de un siglo un arma poderosa en manos de la derecha para combatir no sólo los derechos de Cataluña, sino los de todos los españoles. Ya he aludido al papel que Franco le dio para consolidar el bloque antirrepublicano. La Segunda República, por otra parte, fue un marco óptimo para los derechos colectivos de Cataluña. Todo indica que esos derechos colectivos han estado y están íntimamente ligados a las libertades españolas. Cuando el Tribunal Constitucional eliminó varios artículos del Estatuto de Cataluña de 1996 los demócratas españoles debían haberse sentido tan agredidos en sus derechos como se sintieron muchos ciudadanos de Cataluña. Sin embargo, en los medios de comunicación españoles no se oyeron apenas voces en este sentido. El TC invalidó un texto constitucional aprobado por el Parlamento catalán y por un referéndum popular en Cataluña, pero también por las Cortes españolas. Fue una agresión a la soberanía del “pueblo español” expresada en las Cortes. ¿Por qué no hubo reacción a ese atropello?

 

11. El episodio recién recordado del dictamen del TC no fue más que uno entre otros muchos episodios que ponen al descubierto la profunda crisis de régimen en que vivimos, el final de una época que se inició con la muerte del dictador. Hoy se habla desde Cataluña, pero también desde el resto de España, de crisis de régimen y de necesidad de un proceso destituyente / constituyente. Muchas irregularidades y abusos se acumulan para dibujar esta crisis institucional: descontento general sobre el sistema representativo, necesidad de una nueva ley electoral, indignación por la corrupción generalizada, rechazo de la sumisión del poder político a los intereses económicos de los grandes grupos capitalistas, instrumentalización de la Justicia por los partidos mayoritarios, impopularidad creciente de la monarquía, aspiración de la gente a participar en la gestión y el control de los poderes públicos, reivindicación de lo público frente a la avalancha privatizadora neoliberal, oposición a los recortes masivos de derechos sociales y liquidación del Estado del bienestar. Las izquierdas, de aquí y de allá, deberíamos comprender –a mi juicio— que tenemos una cuestión común que abordar, que es justamente esta crisis de régimen. En este terreno nos podemos encontrar catalanes y no catalanes, y en la medida que avancemos en procesos destituyentes y constituyentes para subvertir toda esta basura seguramente encontraremos terrenos de diálogo que hoy son inviables. Ni PP ni PSOE ni las instituciones del Estado, corrompidas y desprestigiadas, permiten hoy un diálogo constructivo. Éste sólo será posible en la medida que los pueblos de España en lucha contra los recortes, la corrupción y la desvergüenza de la oligarquía del dinero, logren un cambio radical de las reglas del juego. No dejemos que la problematización de las relaciones entre España y Cataluña oculten los problemas de fondo. La unión hace la fuerza, y por eso nos conviene abordar juntos estos problemas de fondo. Lo único que las izquierdas catalanas deberían pedir a las izquierdas españolas es el reconocimiento del derecho de Cataluña a decidir su relación con España. Este reconocimiento nos hará fuertes a todos. Y probablemente dará una oportunidad al pueblo de Cataluña que el actual régimen le está negando de manera incomprensible e inicua.

(Publicat a Sinpermiso, 6 d’octubre 2013)

 

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