Miguel González
Cataluña se va. El proceso de separación de Cataluña del resto de España podrá ser más o menos largo, civilizado o traumático, pero parece, desgraciadamente, irreversible.
Digo “del resto de España” porque Cataluña no se separa de España. Lo que quede de España, una vez restada Cataluña, podrá seguir llamándose España, por razones jurídicas o de conveniencia, pero será otra cosa diferente, como un cuerpo al que le amputaran no una extremidad prescindible sino parte de su identidad esencial, de su memoria, de su ser más íntimo.
Viví en Cataluña entre 1976 y 1987. Allí estudié. Allí tuve mi primer empleo. Allí hice los mejores amigos, los que duran toda la vida y aún conservo. Allí conocí a mi primer amor y a la madre de mis hijas.
He vuelto a Cataluña y he encontrado que las personas con quienes compartí indignación e ilusiones, con quienes corrí delante de los grises pidiendo llibertat, con quienes coreé las canciones de Raimon o Lluis Llach, hoy defienden la independencia de su país, que es una parte del mío.
Intento convencerlos de su error. Me asombra que se crean que librándose de Madrid vivirán mejor. Les digo que nadie gana nivel de vida tras divorciarse, que durante una generación o dos ellos serán más pobres y nosotros también, que se quedarán fuera de la UE y sus productos tendrán menos ventajas que los de Marruecos o Centroamérica, que necesitarán pasaporte para viajar por Europa, que tendrán que cambiar de moneda para salir de su país.
Que deberán sufragarse su propio ejército, sus servicios secretos, sus diplomáticos, sus inspectores de hacienda o sus magistrados y renunciar a lo poco que les quede de sanidad, educación o pensiones públicas.
Que se engañan si creen que la OTAN les garantizará gratuitamente su defensa, que nadie da nada por nada, y menos una alianza militar. Que si la secesión se consuma sufriremos como mínimo un amago de golpe de Estado y no será contra los catalanes sino contra todos los españoles.
Lo que quede de España será otra cosa diferente, como un cuerpo al que le amputaran parte de su ser más íntimo
Que en una futura Cataluña independiente la ultraderecha xenófoba, que ya ha asomado la cabeza en las elecciones municipales, quizá sea más fuerte; y su régimen político mucho menos tolerante y liberal que aquel del que ahora reniegan. Que en el mundo hay ya casi 200 Estados y ni en el más iluso puede pensar en serio que la creación de uno nuevo suponga avance alguno en el progreso de la humanidad.
Todo esto les digo. Discutimos en catalán y castellano, indistintamente, pues nunca ha habido un problema lingüístico en Cataluña y tampoco ahora. Pero sé que no voy a convencerlos, porque el abismo de desconfianza que se ha ido cavando en estos años es tan ancho que ya no veo la forma de recomponer los puentes.
Cuando vivía en Cataluña siempre recelé de los políticos que utilizaban el plural mayestático: “Nosaltres”. Qui som nosaltres?, me preguntaba. Y naturalmente, nosaltres éramos/eran los catalanes y ells son/somos todos los demás. Esa afirmación del “nosotros” por contraposición a los demás, de los nuestros frente a los ajenos, está en la base del actual distanciamiento. Por eso no se cuestiona que un barcelonés pague más impuestos que un lleidatà o que el primero financie el hospital para el segundo; pero sí que un catalán subvencione a un extremeño. El lleidatà es de los nuestros, el extremeño no. Ya no.
Lo que me preocupó cuando me trasladé a vivir a Madrid fue comprobar que el mismo discurso se alimentaba desde el lado contrario. Durante demasiados años, los catalanes han sido “los otros”: los egoístas, los tacaños, los insolidarios. Algunos partidos y medios de comunicación han rivalizado en explotar la catalanofobia con fines comerciales o electorales. Las falacias y tópicos de una parte han alimentado los de la otra. Cada exabrupto, cada bravuconada —como el reciente “catalanes de mierda” de un ex alto cargo de la Marca España o las boutades de algunos dirigentes de ERC—ha sido jaleada y repetida mil veces por quienes se decían escandalizados y en realidad estaban encantados de que el supuesto adversario encarnase a la perfección sus prejuicios.
Salvo excepciones, las instituciones españolas nunca han asumido, más allá de la retórica, que la pluralidad lingüística y cultural de España constituye una riqueza. Brillan por su ausencia las cátedras de catalán en universidades de Madrid, las obras de teatro o películas en catalán que pueden verse en la capital, los políticos que –sin tenerlo como lengua materna– se plantean aprenderlo. Cuando se inició tímidamente el uso del catalán, el euskera o el gallego en el Senado, cámara de representación territorial, algunos medios –los que más pregonan la unidad de España y más hacen por romperla– montaron una escandalera a propósito del coste de la traducción simultánea. Por no hablar de lo ya conocido: la sentencia del Constitucional que recortó el Estatut después de que los catalanes lo hubiesen aprobado en referéndum.
Seguramente es demasiado tarde. Para casarse hace falta que dos quieran, pero para divorciarse basta con que uno tire la toalla. Y no es posible disuadirle con argumentos racionales cuando el desamor ha hecho mella. “El problema es que no nos queréis”, me dijo una persona con quien he compartido 30 años de cariño en la distancia. Y me doy cuenta de que, aunque somos muchos los que queremos a Cataluña desde este lado del Ebro, quizá no lo hemos dicho lo suficiente y hemos dejado que monopolicen el discurso los que identifican a España con ellos mismos, intolerantes y excluyentes.
Así pues, ahora que parece que te vas, sin pretender forzarte para que te quedes, consciente del cúmulo de errores cometidos pero también de todo lo que compartimos, quiero que sepas que t´estimo.
El País, 15 d’agost 2013